La envidia, el recóndito resentimiento que nace de una mente mediocre y malograda puede llegar a extremos mórbidos, o sea, enfermizos.
Solo así se explica el actuar de gente ruin que por no tener a la mano tanto poder ni dinero, pues de tener uno o ambos, su perversidad se vería potenciada para dañar como quisieran, para perjudicar a los demás y los problemas pudieran ser aún peores, pero por suerte, no lo son.
Esas personas que sufren el éxito de los demás porque ven en ello un fiel retrato de su incapacidad para poder lograrlo ellos; el reflejo que ven en el espejo de los triunfadores les reintegra la dolorosa imagen con la que se identifican: seres de pequeña, muy pequeña estatura intelectual, moral, ética, consciente de sus profundas condiciones pero sin tener el valor de cambiar esa cruel mediocridad, esa grisura de la que saben jamás podrán salir porque les falta algo que los triunfadores tiene: Ganas de trabajar, ánimo para ser cada día mejores y sobre todo, ese deseo de superación, de salir adelante venciendo las adversidades y los problemas que van apareciendo, unos normales, otros inventados mediante chismes y rumores, argumentos de quienes no tienen otra forma de abrirse paso; carecen de luz propia y la de otros les lastima el alma.
Si piensan estos seres oscuros y mediocres que con eso van a detener la visión progresista que personas con verdadero sentido social tienen y que desean lograr con esfuerzo y entera dedicación al trabajo, están muy equivocados; porque son del pueblo, vienen del pueblo y sirven al pueblo.